LOS CÍNICOS NO SIRVEN PARA ESTE PEREGRINAJE

EL CAMINO IGNACIANO

El Camino Ignaciano. Artículo original de Altaïr Magazine

En 1521 el militar Íñigo López de Loyola fue herido de bala en la rodilla mientras luchaba en defensa de Castilla contra las tropas navarras. El proyectil, lanzado desde un cañón, casi le dejó cojo, le desterró de la guerra y le obligó a pasar varios meses en cama. Durante esta larga recuperación se produce su conversión a religioso. Dos libros —Vida de Cristo y Flos Sanctorum— son el precipitante, y una aparición —la de la Virgen con el niño Jesús— el desencadenante final. Ya recuperado, inicia un peregrinaje desde su casa en Loyola, Azpeitia, hacia Jerusalén. Pero hace un alto en el camino, concretamente en Manresa, para ayudar a los enfermos de la epidemia de peste que sufre Cataluña en esos momentos. Estos 700 kilómetros representan su recorrido espiritual: fue donde pasó de Íñigo López a San Ignacio y donde escribió los Ejercicios espirituales, el libro que dio lugar al nacimiento de la Compañía de Jesús.

Casi 500 años más tarde, Basque Tours y la Agencia Catalana de Turismo intentan rescatar la ruta de San Ignacio. Este camino, que va de Euskadi a Cataluña, pasando por La Rioja, Navarra y Aragón, representa los orígenes jesuíticos. Al masificado Camino de Santiago le ha salido competencia. Aunque todavía poco conocida, la ruta ignaciana ofrece una gran riqueza paisajística y patrimonial; una experiencia casi salvaje y sin explotar por el turismo devoto, los montañeros o las familias en bicicleta.

El Camino Ignaciano comienza en una etapa cero. Ese día, en lugar de caminar, los peregrinos visitan los lugares de culto a San Ignacio en Azpeitia, su ciudad natal: la iglesia de San Sebastián de Soresu, donde se encuentra la pila bautismal del santo; la ermita y el hospital de la Magdalena, donde San Ignacio ayudó a los enfermos; la casa de la familia, de la cual renegó una vez converso por su ostento y lujo; y por supuesto, el santuario de Loyola. Así al menos comenzó nuestro viaje, organizado para dar a conocer parte del periplo del santo, y de paso, la cultura y gastronomía autóctonas: con un paseo a orillas de las rojizas aguas del río Urola, para conocer esta tierra de hierro e industria.

Apariciones, estigmas, o revelaciones divinas; siempre que el devoto habla de estas cuestiones —como ocurre al entrar en la Capilla de la Conversión en la casa familiar de San Ignacio en Loyola— el infiel cuestiona la salud mental de los protagonistas, o enumera las sustancias, o mezcla de sustancias, que causan estos efectos. ¿Pero son las conversiones algo exclusivo de la esfera religiosa? San Ignacio de Loyola simplemente replantea su vida durante la larga convalecencia. Gracias a la lectura sufre un despertar, y nada vuelve a ser como antes. Quizás Flos Sanctorum es como El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir y su conversión solo es una toma de conciencia, las «gafas violetas» del feminismo que vienen con la obra de la francesa.

Es posible que lo que haga dudar de la estabilidad psicológica de muchos personajes religiosos es la representación que se hace de estas conversiones en el arte —desde la pintura y la escultura hasta la tradición oral—. La representación del cambio es dramática y está dramatizada. Exagerada hasta lo sumo. Ignacio era categórico y los religiosos unos exaltados: no le basta con vivir entre leprosos, debe dormir en el suelo. No le basta con rechazar el lujo, tiene que cambiarle el ropaje a un vagabundo. Radical.

Pero, a su vez, resulta curioso observar cómo es la misma reportera atea quien se sobresalta cuando un teléfono suena en el cuarto contiguo a la Capilla de la Conversión, y toda su férrea racionalidad se fulmina, y aunque menos romántica y épica, piensa: «¿Será la llamada?»

No es de extrañar que en la casa de San Ignacio de Loyola la audio-guía esté en más de cinco idiomas: en todos se repite que se trata de «un santo más conocido en el extranjero que en su propio lugar de origen». En nuestro grupo, sin ir más lejos, tenemos cinco nacionalidades y cinco lenguas diferentes: «Ongietorri Inaziotar bidera» «Bienvenidos al Camino Ignaciano» «Welcome to the Ignacian Way» «Bienvenus au Chemin de Saint Ignace». La audio-guía no habla portugués, así que la periodista brasileña debe resignarse al castellano. 

Aunque esta casa familiar —a la que se ha adscrito el santuario— se encuentra en Loyola, los orígenes de San Ignacio despiertan rivalidad entre Azpeitia y Azkoitia, el pueblo de al lado. Los municipios no sólo chocan políticamente —cada alcalde se encuentra en un polo ideológico—, y en términos de significación  —en euskera Azpeitia quiere decir «bajo la roca» y Azkoitia «sobre la roca»— sino también culturalmente: ¿dónde nació el santo?

Azkoitia conserva la casa de Marina Sáenz de Licona y Balda, madre de San Ignacio. Y según cuenta su alcalde, en Euskadi las mujeres dan a luz en casa de la madre debido a la sociedad matriarcalista vasca (que no matriarcal). ¿Qué razón habría pues para que Íñigo no hubiese nacido en Azkoitia? Aunque el interés turístico subyace a las motivaciones espirituales, cierto es que no puede entenderse la jornada previa al camino sin visitar Azpeitia, Loyola y Azkoitia, que como la Trinidad, aunque diferentes, conforman un todo. 

Arantzazu no solo es nombre de mujer. Traducido del euskera al castellano también es una pregunta: «¿Tú en los espinos?» Lo que, según la leyenda, le dijo el pastor a la virgen cuando se le apareció en unas zarzas. En base a esta historia se construyó en 1950 el nuevo templo. Tal vez por eso, el edificio moderno, en su exterior, está configurado por gruesas puntas de cemento que evocan pinchos. Espinas. Tal vez por eso el santuario de Arantzazu tiene 14 apóstoles, en lugar de 12, y una cripta comunista. Más espinas. 

Este no es sólo un lugar de culto religioso, ni es sólo el tercer día del camino. Su localización privilegiada en el corazón de Oñate —un valle de paisaje sublime rodeado de enormes picos escabrosos— hace que parte del grupo se entretenga tomando fotografías. Otros ansían la visita y los que más, especialmente los que vienen de lejos, se quedan rezagados probando el queso de Idiazabal que el mercadillo de la plaza del Santuario ofrece. Además del entorno, las creaciones en el santuario de los artistas Jorge Oteiza, Eduardo Chillida y Néstor Basterretxea, lo convierten en una experiencia mística incluso para el pagano, Un lugar en cuya historia, censura y vanguardia se enseñaron los caninos.

Aunque en 1952 ya se oficiaban misas en el nuevo complejo, no fue hasta mediados de los años 80 cuando se culminó la obra. Las discrepancias del régimen franquista y del obispado de San Sebastián con las obras que se estaban diseñando para el santuario provocaron que las creaciones se paralizasen durante años. Jorge Oteiza, uno de los grandes representantes de la Escuela Vasca de Escultura, era el encargado de decorar el friso de la fachada; para ello esculpió a los Apóstoles, incluyendo dos más de la cuenta.

—No son los Apóstoles, son unos remeros— decía el artista en ocasiones para justificar el número dichoso.

—Son los Apóstoles. Hay 14 porque si hacía solo 12 sobraba espacio— bromeaba a veces. Otros creen que buscaba un apostolado general, lejos del tradicional. Él nunca se vendió a la versión original. Quizás por esto, durante más de diez años, su innovación y su obra permaneció en los márgenes. Apartados a uno de los lados de la carretera que daba acceso al templo. Apóstoles o remeros profanados que hoy —y desde 1969— lucen en la fachada, coronados por una piedad que el escultor realizó posteriormente. 

Aunque Eduardo Chillida (otra figura clave de la escultura vasca y española del siglo XX) y sus puertas de hierro no fueron problemáticas, dan acceso a la cripta, el espacio más underground del santuario—como no podía ser de otra forma—. En el caso del escultor, pintor y director de cine Néstor Basterretxea, la prohibición de 1952 no sólo paralizó su trabajo. Una mañana, cuando el artista se disponía a continuar pintando, se encontró con que sus murales habían sido encalados. Blanco inmaculado. Al parecer, el seno que Eva mostraba en uno de ellos había sobrepasado la idea que los Franciscanos tenían in mente.

Así que en 1984 volvió, ya sin censores (o eso creía), para pintar un Cristo enfadado presidiendo la cripta. Rojo de ira. Tan furioso que da la espalda a los visitantes y se lamenta, pero sobre todo los juzga; por las cárceles, por las guerras, por la represión. Se avergüenza de su creación. Tan impactante resultó a las autoridades eclesiásticas, que a pesar de vivir ya en democracia, obligaron a Basterretxea a girar la cara de Cristo. Ahora, furioso, mira fijamente al frente, pero su fisionomía es equívoca; el torso corresponde a su espalda.

Consenso en el grupo. Boquiabiertos, contemplamos la obra, unas pinturas que por la técnica y la temática se asocian más a los muros de una industria abandonada que a los de un lugar sagrado. Emocionados y en silencio, todos toman nota. 

A lo largo de todo el Camino Ignaciano la belleza paisajística y la heterogeneidad es innegable. Pero, tras seis etapas, no puede pasar desapercibido el encanto extra que tiene la Rioja Alavesa. Con los viñedos como hilo conductor, esta zona del País Vasco ofrece un viaje en el tiempo desde la prehistoria hasta la más palpitante actualidad.

Esta diversidad arquitectónica, el paisaje otoñal y, no nos engañemos, el exquisito vino corriendo en cada aperitivo, comida y cena, hizo que el recuerdo —más o menos borroso— y el paso por La Rioja Alavesa fuese especial. Aunque con pena, subimos al autobús, con ganas de descubrir nuestro próximo destino. 

Desde que comenzó el viaje, cada jornada ha sido como un capítulo de las Tesis de Nancy, la novela en que Ramón J. Sender narraba la llegada de una estudiante de los EE.UU. a la Sevilla de los años 50. El choque cultural entre los forasteros —un francés, una norteamericana, una brasileña y un filipino— y los locales es casi indescriptible. 

 

¿Por qué escolhería o caminho de San Ignacio em vez do Santiago?

—¿Cómo? 

¿Que por qué escolhería...?

—¡Ah, que por qué Euskal Herria!

 

Unas etapas marcadas por los intereses separados e individuales junto a las ansias de conocer. Aunque desapareció la niebla, y el verdor de las montañas, la llegada a Cataluña, por ejemplo, se anunció cuando la pregunta «¿Qué significa «Euskal Presoak, Euskal Herrira»? pasó a ser «¿Por qué algunas tienen el triángulo azul y otras amarillo?»

Lérida, ciudad protagonista de la vigésima primera etapa del camino, y tal vez la gran desconocida de la comunidad, fue el primer destino catalán. Aunque, como tantas otras ciudades, no se ha sabido conservar del todo bien, sorprende por ese paisaje monegrino y por La Seu Vella.

Una catedral que hoy corona la ciudad pero que en su momento representó el centro neurálgico de la villa. Un templo además poco ortodoxo, lleno de historia. En 1707 lo tomaron las tropas de Felipe V, y hasta 1948 continuó siendo un cuartel militar. Por eso en su interior los muros se ven mutilados por maderos que en su día hicieron de habitáculos para el ejército. Pero la estructura no es la única dañada en esta basílica. También la virgen, la Mare de Déu del Blau.

Su nombre no se debe al color de su vestimenta (blau, en catalán, significa «azul») clásico en el atuendo de las vírgenes para representar feminidad y pureza... ¡sino al moratón de su frente! Cuenta la leyenda que la virgen estaba siendo tallada por un escultor y su discípulo. Cuando el maestro observó cómo la figura de su pupilo estaba quedando mucho mejor, en un acto de ira, le lanzó un martillo para destruirla. Sin embargo, el martillo rebotó, mató al maestro, y a causa del golpe dejó un blau o hematoma en la frente de la virgen. 

Son las 6:45 de la mañana. Las campanas repican y resuenan en las rocas. Estamos en Montserrat, el grandioso santuario benedictino incrustado en la montaña. Es la etapa 27, la última. La misa de las laudes que ofician los monjes que viven en el santuario está a punto de empezar. Todavía no ha amanecido. Los bancos, entre los farolillos que cuelgan del techo —ofrecidos por distintas organizaciones, como el Barça Fútbol Club— casi vacíos, esperan acoger al público. En bancos en panóptico, también los monjes sentados entonan (no todos) cánticos y comparten versículos y enseñanzas con los asistentes. Muestran un libro de plata, alzan el cáliz y dan la Comunión. Justo tres horas después, una mujer barre y friega esos mismos bancos, ahora vacíos. Como una metáfora de los privilegios, de las jerarquías, de los opresores y oprimidos. 

 

—Hubo una mujer en los jesuitas.

 

El padre Iriberri, fundador del Camino Ignaciano, se refiere a Isabel Roser. Ella, una burguesa de la ciudad de Barcelona, era una gran admiradora del trabajo de San Ignacio. Tanto que surgió una amistad. Cuando Roser le pidió entrar en la congregación, él acepto. Pero el padre Iriberri dice que finalmente «hubo complicaciones». 

 

—¿Qué cuando habrá de nuevo una mujer en los Jesuistas? Nunca.

 

Argumenta que ya existe una sección femenina, por lo que parece no haber razón para crear una mixta.

 

—Pero el acceso a los puestos de poder no es igual. 

 

Entonces dice que cree que algún día habrá una Papisa, pero recuerda:

 

 —Si a la mujer le ha costado 400 años pintar algo en la sociedad, ¿No crees que dentro de la Iglesia le costará un poco más?

 

Aunque ya fuera de ruta, esta experiencia termina con un itinerario por la Barcelona de San Ignacio. El colegio Sagrado Corazón de Jesús, la catedral, y la Iglesia de Santa María del Mar. Así culmina un viaje de reflexión, de luz, de niebla y desierto. Ahora es el turno de los peregrinos.

 

-----------------------------------------------

Texto de Berta J. Luesma

¿Quieres que te diseñemos tu viaje a medida?

Cuéntanos como lo quieres

Este sitio web utiliza cookies propias y de terceros para optimizar tu navegación, adaptarse a tus preferencias y realizar labores analíticas. Al continuar con la navegación, consideramos que aceptas su uso. Política de Cookies